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EL DISCO DE LA ABUELA de Juan Carlos Villalba

1)  ¿Qué dice la canción Abu..? - preguntaba yo  No se…mi amor…no se - contestaba emocionada.  ¿Y entonces porque lloras?  Tampoco lo se – decía – y se quedaba mirando a lo lejos, mientras me acariciaba entre melancólica y feliz.  Esta escena se repetía casi todos los domingos en casa de la abuela cada vez que ponía a sonar su disco preferido. Aquella música y esa voz maravillosa que cantaba en un idioma por entonces extraño para mí, me sugería  imágenes surrealistas, una especie de   pájaro inexplicable que cambiaba de formas y colores, según el momento y el tono de la melodía. Pero…              Porque lloraba la abuela..? Porque muchas veces terminamos abrazados y lagrimeando..? Que poder tenia aquella música para conmovernos de esa manera..? Durante muchos años me lo pregunte. 3)   Con el tiempo, convertido en adulto y amante de la música clásica, supe que aquel idioma era el francés, que aquella mujer de voz insuperable era María Callas, que el aria que

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TRADUCE...

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Manuel José Quintana: Biografía y Poemas

Manuel José Quintana y Lorenzo (Madrid; 11 de abril de 1772 - ídem; 11 de marzo de 1857), poeta español de la Ilustración y una de las figuras más importantes en la etapa de transición al Romanticismo.

Manuel José Quintana nació en Madrid el 11 de abril de 1772, hijo de padres extremeños. Estudió en Madrid primeras letras y después latinidad en Córdoba con Manuel de Salas. Después vuelve a Madrid, donde ya el 14 de julio de 1787 recita una oda en la Academia de San Fernando. Pasó a estudiar Derecho en Salamanca, donde se llevó muy bien con el rector liberal Diego Muñoz-Torrero, pero no con quien le sucedió, Tejerizo, quien lo expulsó en 1793, aunque fue readmitido al año siguiente. Sus maestros salmantinos, en derecho y poesía, fueron los neoclásicos Juan Meléndez Valdés, Pedro Estala, Nicasio Álvarez de Cienfuegos y Gaspar Melchor de Jovellanos.

Ejerció como abogado en la Madrid desde 1795 y prosigue su carrera poética. Es nombrado en ese mismo año procurador fiscal de la Junta de Comercio y Moneda. Hasta 1798 escribe una serie de odas que, impresas más tarde (Poesías, 1802), le harán famoso. Sin embargo, su breve matrimonio en 1800 con la hermosísima dama zaragozana María Antonia Florencia terminó en fracaso, se separaron y no tuvieron hijos; ella morirá en 1820. En todo lo demás la vida le sonríe: estrena con gran éxito su drama Pelayo (1805) y al año siguiente, el 25 de marzo, es nombrado censor de teatros; en 1807 empieza a publicar una serie de biografías, Vidas de españoles célebres, de inspiración muy patriótica, y funda una revista, Variedades de Ciencias, Literatura y Artes. Parece que en estos años preparaba otras tres obras dramáticas, pero en la confusión creada por la invasión napoleónica se perdieron para siempre los manuscritos y el escritor nunca llegó a reiniciar su trabajo.


Durante la Guerra de la Independencia y a partir de 1808 militó en el bando liberal y ocupó varios cargos políticos en la resistencia antibonapartista, ganándose una merecida fama de patriota sobre todo por su dirección del Semanario Patriótico, idea que surgió en la famosa tertulia de su casa madrileña; impreso al principio en Madrid, esta importante publicación periódica pasó luego a Sevilla y después a la Cádiz sitiada. Publica además en 1808 España libre y Poesías patrióticas. A partir de entonces su obra de creación literaria pura quedó marginada al poner su pluma al servicio de sus múltiples compromisos políticos de orientación liberal, puesto que era oficial primero de la Secretaría General de la Junta Central desde enero de 1809, de la que era titular Martín de Garay. Con éste, Calvo de Rozas y otros miembros de la Central que habían nacido en la década de los 70 del siglo XVIII labró un plan para imponer sus ideas liberales frente a los absolutistas e incluso a ilustrados como Jovellanos, con quien condescendieron en ocasiones pese a que no compartían su defensa de las leyes tradicionales. Pero el impulso de Quintana y Garay permitió que se reuniesen las Cortes de Cádiz en una sola cámara sin respetar al estamento privilegiado. En enero de 1810 es nombrado Secretario de Interpretación de las Lenguas y participa además en la Junta de Instrucción Pública. En Cádiz, en septiembre de 1813, firma junto a Martín González de Navas, José de Vargas Ponce, Eugenio de Tapia, Diego Clemencín y Ramón Gil de la Cuadra, el llamado Informe Quintana, cuyo fin es proponer mejoras para la instrucción pública. También en 1813 publica otra colección de Poesías. En 1814 ingresó en la Real Academia Española y en la de San Fernando, pero ese mismo año, al regresar de Francia [|Fernando VII]] y a causa de la reacción de "los Persas", fue encarcelado en Pamplona por su colaboración con las Cortes de Cádiz.

Fue liberado al restablecerse el gobierno constitucional en 1820; ingresa en la Sociedad del Anillo y la preside desde el 30 de noviembre de 1821; en ese mismo año fue elegido para las Cortes y nombrado presidente de la Dirección General de Estudios, para la que redactará un Informe en 1822; en 1823, tras ser abolida de nuevo la Constitución, de nuevo fue despojado de todos sus cargos y honores. Hasta 1828, cuando se le permitió volver a Madrid, vivió en Extremadura con su familia paterna; allí redacta sus famosas Cartas a Lord Holland, publicadas solamente en sus Obras completas de 1852.

Muerto el monarca, fue restituido en sus cargos, nombrado prócer del reino (1834-1836), director de Estudios nuevamente en 1835 y senador electo por Badajoz jurado en 1837; en 1830 empieza a editar una antología de poetas clásicos españoles preparada por él con importantes prólogos y notas, Poesías selectas castellanas, cuyo tercer volumen, Musa épica, aparecerá en 1833; era el fruto de sus pasados trabajos filológicos con Pedro Estala. El primero se consagra a los clásicos, el segundo a la poesía del siglo XVIII y el tercero a la poesía heroica o narrativa. En 1840 fue nombrado ayo instructor de la Reina doña Isabel II. Senador vitalicio en 1845, el 25 de marzo de 1855 es laureado como poeta nacional en el Senado por Isabel II durante un solemne acto que Luis López dejó inmortalizado en su pintura.


Retrato de Manuel José Quintana, publicado el 15 de marzo de 1857 en El Museo Universal.
En el número uno de la Puerta del Sol falleció dos años más tarde y, a causa de su frugal manera de vivir, dejó algunas deudas que fueron satisfechas con la venta de libros de su Biblioteca, cuya compra era el único vicio que se le atribuye. El entierro fue costeado en su totalidad por la reina. Su vida y obra han sido estudiadas principalmente por el hispanista Albert Dérozier. Todos sus contemporáneos destacaron en él como rasgos fundamentales de su carácter su enorme honestidad e integridad, el patriotismo y el compromiso radical con la libertad del género humano.

La poesía de Quintana es casi toda de tema cívico, moral, patriótico o político, de inspiración fundamentalmente neoclásica, pero se acerca al Prerromanticismo en algunos momentos, como en su poema consagrado al mar. Entre sus defectos está el tono en exceso declamatorio de sus versos y la abundancia de epítetos, mal que contribuyó a prolongar entre sus poco afortunados imitadores.

POEMA

A Juan de Padilla

Todo a humillar la humanidad conspira
Faltó su fuerza a la sagrada lira,
Su privilegio al canto,
Y al genio su poder. ¿Los grandes ecos
Do están, que resonaban
Allá en los templos de la Grecia un día,
Cuando en los desmayados corazones
Llama de gloria de repente ardía,
Y el son hasta en las selvas convertía
A los tímidos ciervos en leones?
¡Oh, cuál cantara yo si el dios del Pindo
Poder tan grande a mis acentos diera!
¡Con qué vehemencia entonces la voz mía,
Honor, constancia y libertad sonando,
De un mar al otro mar se extendería!.
¡Patria! nombre feliz, numen divino,
Eterna fuente de virtud, en donde
Su inestinguible ardor beben los buenos;
¡Patria!... La vista atónita no encuentra
Patria en torno de sí, ni el labio implora
Con voz tan bella al simulacro yerto
Que se muestra en su vez. Pálido, triste,
De negro luto y de pavor cubierto,
Ni aun a esquivar se atreve
La mano asoladora
De la furia execrable que, inclemente,
Su seno oprime, su beldad desdora.
Sangre destila si afligido llora;
Su lúgubre alarido
Rompe los aires, y en dolor bañado,
Viene horroroso a lastimar mi oído.
¡Perdona, madre España! La flaqueza
De tus cobardes hijos pudo sola
Así enlutar tu sin igual belleza!
¿Quién fue de ellos jamás? ¡Ah! vanamente
Discurre mi deseo
Por tus fastos sangrientos y el contino
Revolver de los tiempos; vanamente
Busco honor y virtud: fue tu destino
Dar nacimiento un día
A un odioso tropel de hombres feroces,
Colosos para el mal; todos te hollaron,
Todos ajaron tu feliz decoro;
¡Y sus nombres aún viven! Y su frente
Pudo orlar impudente
La vil posteridad con lauros de oro!
¡Y uno solo! ¡Uno solo!... ¡Oh, de Padilla
Indignamente ajado,
Nombre inmortal! Oh gloria de Castilla!
Mi espíritu agitado,
Buscando alta virtud, renueva ahora
Tu memoria infeliz. Sombra sublime,
Rompe el silencio de tu eterna tumba,
Rómpele, y torna a defender tu España,
Que atada, opresa, envilecida, gime.
Sí, tus virtudes solas,
Sólo tu ardor intrépido podría
Volvernos al valor, y sacudido
Por ti sólo sería
Nuestro torpe letargo y ciego olvido.
Tú el único ya fuiste
Que osó arrostrar con generoso pecho
Al huracán deshecho
Del despotismo en nuestra playa triste.
Abortóle la mar más espantoso
Que los monstruos que encierra en su hondo seno.
Y él, respirando su infernal veneno,
Entre ignorancia universal marchaba,
Destruyendo sus pies cuanto corrieron.
¿De qué pues nos valieron
Siete siglos de afán y nuestra sangre
A torrentes verter? Lanzado en vano
Fue de Castilla el árabe inclemente,
Si otro opresor mas pérfido y tirano
Prepara el yugo a su infelice frente.
Ofendida, indignada
Se alzó, se estremeció, y arrojó el grito
De venganza y de horror. «Vuela, hijo mío,
Vuela, y ahuyenta la espantosa plaga
Que me insulta y me amaga:
Sé tú mi escudo, y en tu ardiente brío
Su curso infausto asolador quebranta.»
Dijo; y cual rayo que volando asuela,
O como trueno que bramando espanta,
El héroe de Toledo recorría
Un campo y otro campo: el pueblo todo,
Conmovido a su voz, ardiendo en ira
Y anhelando vencer, corre furioso
A la lucha fatal que se aprestaba.
Padilla le guiaba,
Y de la patria en su valiente mano
El estandarte espléndido ondeaba.
¡Oh estrago! ¡Oh frenesí! Dos veces fueron
Las que el genio feroz de la impía guerra
Entre muerte y dolor mezcló las haces;
¡Haces que nunca combatir debieron!
Un hábito, una tierra
Eran, y una su ley, unas sus aras,
Uno su hablar. ¡Ah bárbaros! ¿Y en vano
Naturaleza os diera
Vínculos tantos? Suspended los hierros
Que sedientos de sangre en vuestras manos
Contemplo con horror: ¿no sois hermanos?
Todos a un tiempo, todos
Revolved: al furor de vuestros brazos
Caiga rota en pedazos
La soberbia del déspota insolente
Que a todos amenaza... ¿En los oídos
No os dan los alaridos,
Las tristes quejas de la edad siguiente,
Que a ominosa cadena
Vuestra discordia pérfida condena?
De polvo en tanto la confusa nube,
Nuncia ya del furor, turbando el día,
Hasta el Olimpo sube;
Y del bronce tronante al estallido
El viento sacudido
Raudo dilata por Castilla toda
En ecos el horror: corre la sangre,
Vuela la muerte... ¡Oh Dios! ¿por qué dispersas
Las huestes vencedoras
Se derraman así? Solo en el llano,
De arena y sangre y de sudor cubierto,
Miro al héroe que lucha, y lucha en vano,
Y al fin cayó: su mísera caída
La libertad rendida
Llevó tras sí. Cayó: cuando salieron
Sus últimos suspiros,
Al seno augusto de la patria huyeron.
Tajo profundo, que en arenas de oro
La rubia espalda deslizando, llegas
El pie a besar a la imperial Toledo;
Toledo, que en desdoro
De su antigua altivez y su energía
Se encorva al yugo que esquivó algún día;
Toledo, oriente de Padilla... ¡Oh río!
Tú le viste nacer, tú lamentaste
Su destino infeliz, y en triste duelo
Su fin infausto denunciaste al cielo.
Tú aquel solar bañabas,
Do siempre incorruptibles se albergaron
La patria y el valor. Mis ojos vean
El suelo que él hollaba,
El espacio feliz do respiraba,
Y en mi llanto y dolor bañados sean.
¡Y nada encuentro! Y la venganza airada
Nada indultó! Su bárbara violencia
La inocente morada
De la opresa virtud sufrir no pudo.
Derrocóla; en su vez, solo, afrentoso,
El padrón del oprobio allí se mira,
Que a dolor congojoso
Incita el pecho y a furor sañudo,
Cuando contempla a la ignominia dado
Tan santo sitio y al silencio mudo.
¡Mudo silencio! No; que en él aún vive
Su grande habitador: vedle cuán lleno
De generosa ira
Clamando en torno de nosotros gira.
«Castellanos, alzáos; la inmensa huella
Corrió de tres edades
Por mi sangre infeliz; corrió, y aun ella
Hierve reciente y a venganza os llama.
¿Queréis por dicha conllevar la pena
Del siglo vil a quien mi muerte infama?
¿Seguir besando la fatal cadena?
¿Vuestro mal merecer? Volved los ojos,
Volved atrás, y contempladme cuando
Yo di a la tierra el admirable ejemplo
De la virtud con la opresión luchando.
Entonces los clamores
De la tremente patria en vano oísteis,
Negándoos a su voz, y fascinados
Tras la execrable esclavitud corristeis,
Forjando ¡oh indignación! los torpes lazos
Que oprobio han sido a tan robustos brazos.
«Y aquella fuerza indómita, impaciente,
En tan estrechos términos no pudo
Contenerse, y rompió; como torrente
Llevó tras si la agitación, la guerra,
Y fatigó con crímenes la tierra.
Indignamente hollada
Gimió la dulce Italia, arder el Sena
En discordias se vio, la África esclava,
El Bátavo industrioso
Al hierro dado y devorante ruego.
¿De vuestro orgullo, en su insolencia ciego,
Quién salvarse logró? Ni al indio pudo
Guardar un ponto inmenso, borrascoso,
De sus sencillos lares
Inútil valladar: de horror cubierto
Vuestro genio feroz, hiende los mares,
Y es la inocente América un desierto.
«Tantos estragos, sin respeto holladas
Justicia y fe, la detestable ofensa
Hecha a la patria de amarrarla al yugo
Y ahogar su libertad, a un tiempo alzaron
Su poderoso grito,
Y a la atónita Europa despertaron.
Ella sobre vosotros indignada
Cayó y os oprimió. ¿Qué se hizo entonces
Vuestra vana altivez? La tiranía
Que lenta os consumía
Tendió su cetro bárbaro, y llamando
A la exicial superstición, con ella
Fue abierto el hondo precipicio en donde
Se hundió al fin vuestro nombre,
Viles esclavos, que en tan torpe olvido
Sois la risa y baldón del universo,
Cuyo espanto y escándalo habéis sido.
«Estremecéos, a la Ignominia hoy dados,
Mañana al polvo, ¿no miráis cuál brama,
Con cuál furor se inflama
La tierra en torno a sacudir del cuello
La servidumbre? ¿Y se verá que, hundidos
En ocio infame y miserable sueño,
Al generoso empeño
Los últimos voléis? No; que en violenta
Rabia inflamado y devorante saña
Ruja el león de España,
Y corra en sangre a sepultar su afrenta.
La espada centellante arda en su mano,
Y al verle, sobre el trono
Pálido tiemble el opresor tirano.
Virtud, patria, valor: tal fue el sendero
Que yo os abrí primero;
Vedle, holladle, volad; mi nombre os guíe,
Mi nombre vengador, a la pelea:
Padilla el grito de las huestas sea,
Padilla aclame la feliz victoria,
Padilla os dé la libertad, la gloria.»

(Mayo de 1797.)


A la expedición española
Para propagar la vacuna en América bajo la dirección de don
Francisco Balmis.

¡Virgen del mundo, América inocente!
Tú, que el preciado seno
Al cielo ostentas de abundancia lleno,
Y de apacible juventud la frente;
Tú, que a fuer de más tierna y más hermosa
Entre las zonas de la madre tierra,
Debiste ser del hado,
Ya contra ti tan inclemente y fiero,
Delicia dulce y el amor primero;
Óyeme: si hubo vez en que mis ojos,
Los fastos de tu historia recorriendo,
No se hinchesen de lágrimas; si pudo
Mi corazón sin compasión, sin ira
Tus lástimas oír, ¡ah! que negado
Eternamente a la virtud me vea,
Y bárbaro y malvado
Cual los que así te destrozaron sea.
Con sangre están escritos
En el eterno libro de la vida
Esos dolientes gritos
Que tu labio afligido al cielo envía.
Claman allí contra la patria mía,
Y vedan estampar gloria y ventura
En el campo fatal donde hay delitos.
¿No cesarán jamás? ¿No son bastantes
Tres siglos infelices
De amarga expiación? Ya en estos días
No somos, no, los que a la faz del mundo
Las alas de la audacia se vistieron
Y por el ponto Atlántico volaron;
Aquellos que al silencio en que yacías,
Sangrienta, encadenada, te arrancaron.
«Los mismos ya no sois; pero ¿mi llanto
Por eso ha de cesar? Yo olvidaría
El rigor de mis duros vencedores;
Su atroz codicia, su inclemente saña
Crimen fueron del tiempo, y no de España.
Mas ¿cuándo ¡ay Dios! los dolorosos males
Podré olvidar que aun mísera me ahogan?
Y entre ellos... ¡Ah! venid a contemplarme,
Si el horror no os lo veda, emponzoñada
Con la peste fatal que a desolarme
De sus funestas naves fue lanzada.
Como en árida mies hierro enemigo,
Como sierpe que infesta y que devora,
Tal su ala abrasadora
Desde aquel tiempo se ensañó conmigo.
Miradla abravecerse, y cual sepulta
Allá en la estancia oculta
De la muerte mis hijos, mis amores.
Tened ¡ay! compasión de mi agonía
Los que os llamáis de América señores:
Ved que no basta a su furor insano
Una generación; ciento se traga;
Y yo, expirante, yerma, a tanta plaga
Demando auxilio, y le demando en vano.»
Con tales quejas el Olimpo hería
Cuando en los campos de Albión natura
De la viruela hidrópica al estrago
El venturoso antídoto oponía.
La esposa dócil del celoso toro
De este precioso don fue enriquecida,
Y en las copiosas fuentes le guardaba,
Donde su leche cándida a raudales
Dispensa a tantos alimento y vida.
Jenner lo revelaba a los mortales.
Las madres desde entonces
Sus hijos a su seno
Sin susto de perderlos estrecharon,
Y desde entonces la doncella hermosa
No tembló que estragase este veneno
Su tez de nieve y su color de rosa.
A tan inmenso don agradecida
La Europa toda en ecos de alabanza
Con el nombre de Jenner se recrea;
y ya en su exaltación eleva altares
Donde, a par de sus genios tutelares,
Siglos y siglos adorar le vea.
De tanta gloria a la radiante lumbre,
En noble emulación llenando el pecho,
Alzó la frente un español: «No sea,
Clamó, que su magnánima costumbre
En tan grande ocasión mi patria olvide.
El don de la invención es de fortuna,
Cócele allá un inglés; España ostente
Su corazón espléndido y sublime,
Y dé a su majestad mayor decoro
Llevando este tesoro
Donde con mas violencia el mal oprime.
Yo volaré; que un numen me lo manda;
Yo volaré: del férvido Océano
Arrostraré la furia embravecida,
Y en medio de la América infestada
Sabré plantar el árbol de la vida.»
Dijo; y apenas de su labio ardiente
Estos ecos benéficos salieron,
Cuando tendiendo al aire el blando lino,
Ya en el puerto la nave se agitaba
Por dar principio a tan feliz camino.
Lánzase el argonauta a su destino.
Ondas del mar, en plácida bonanza
Llevad ese depósito sagrado
Por vuestro campo líquido y sereno;
De mil generaciones la esperanza
Va allí, no la aneguéis, guardad el trueno,
Guardad el rayo y la fatal tormenta
Al tiempo en que, dejando
Aquellas playas fértiles, remotas,
De vicios y oro y maldición preñadas
Vengan triunfando las soberbias flotas.
A Balmis respetad. ¡Oh heroico pecho,
Que en tan bello afanar tu aliento empleas!
Ve impávido a tu fin. La horrenda saña
De un ponto siempre ronco y borrascoso,
Del vértigo espantoso
La devorante boca,
La negra faz de cavernosa roca
Donde el viento quebranta los bajeles,
De los rudos peligros que te aguardan
Los más grandes no son ni más crueles.
Espéralos del hombre: el hombre impío,
Encallado en error, ciego, envidioso,
Será quien sople el huracán violento
Que combata bramando el noble intento.
Mas sigue, insiste en él firme y seguro;
Y cuando llegue de la lucha el día,
Ten fijo en la memoria
Que nadie sin tesón y ardua porfía
Pudo arrancar las palmas de la gloria.
Llegas en fin. La América saluda
A su gran bienhechor, y al punto siente
Purificar sus venas
El destinado bálsamo: tú entonces
De ardor más generoso el pecho llenas;
Y obedeciendo al numen que te guía,
Mandas volver la resonante prora
A los reinos del Ganges y a la aurora.
El mar del Mediodía
Te vio asombrado sus inmensos senos
Incansable surcar; Luzón te admira,
Siempre sembrando el bien en tu camino,
Y al acercarte al industrioso chino,
Es fama que en su tumba respetada
Por verte alzó la venerable frente
Confucio, y que exclamaba en su sorpresa
«¡Digna de mi virtud era esta empresa.»
¡Digna, hombre grande, era de ti! Bien digo
De aquella luz altísima y divina,
Que en días más felices
La razón, la virtud aquí encendieron!
Luz que se extingue ya: Balmis, no tornes
No crece ya en Europa
El sagrado laurel con que te adornes.
Quédate allá, donde sagrado asilo
Tendrán la paz, la independencia hermosa;
Quédate allá, donde por fin recibas
El premio augusto de tu acción gloriosa.
Un pueblo, por ti inmenso, en dulces himnos
Con fervoroso celo
Levantará tu nombre al alto cielo
Y aunque en los sordos senos
Tú ya durmiendo de la tumba fría,
No los oirás, escúchalos al menos
En los acentos de la musa mía.

(Diciembre de 1806.)


Antología en La Revista

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